Hace unos 10 años, cuando aún era un adolescente, solía ir al bosque a caminar para despejar mi mente.
Siempre
llevaba conmigo a mi perro, Roble; el cual tenía este nombre porque era un San
Bernardo de gran tamaño y realmente parecía incansable y fuerte.
Roble
tenía 5 años. Había sido un regalo de un tío y éramos inseparables. Siempre a
donde fuese yo, iba él… Y éramos felices así.
Una
vez, entre una de tantas caminatas matutinas por el bosque, Roble y yo
decidimos avanzar más allá del lugar al que siempre llegábamos. Se trataba de
un claro, donde –decían las leyendas locales–, solían aparecer almas en pena de
antiguos pobladores que se habían suicidado en ese lugar.
Debo
de admitir que, aunque todo el bosque siempre era un lugar agradable, dicho
claro me generaba algo de temor (sin mencionar que cada vez que llegábamos allí
Roble se ponía nervioso).
Pues
bien, esa mañana, ansioso de aventura, tomé la decisión de cruzar el claro del
bosque y continuar con la caminata por el otro tramo de bosque que era
desconocido para Roble y para mí.
A
Roble no parecía entusiasmarle mucho la idea, pero no se resistió mucho, pues
sabía que yo no daría el brazo a torcer.
Cruzamos
el claro sin contratiempos. Miré mi reloj y pude ver que eran las 9 de la
mañana, el día apenas comenzaba y podríamos caminar bastante más y volver para
la hora del almuerzo. Al llegar al otro lado del claro y adentrarnos en esa
parte desconocida del bosque, caminamos sorprendidos, observando maravillados
todo a nuestro alrededor. El camino se veía muy abandonado, pues parecía que
hacía mucho nadie caminaba por esta parte. Roble olfateaba el aire a cada
instante y se mostraba algo ansioso, pero yo le tranquilizaba con una caricia
en la cabeza y proseguíamos.
Llevábamos
un rato caminando y observando el lugar cuando volví a mirar mi reloj e,
incrédulo, observé como el reloj marcaba las 4 de la tarde. “Imposible”, pensé.
Entonces, pensando que el reloj se había descompuesto saqué mi celular del
bolsillo y observé como también marcaba las 4 de la tarde y, lo que era peor,
no había señal.
Estaba
aún algo sumido en mis pensamientos cuando un sonido me sacó de ellos de golpe.
Era Roble, ladrando adelante y visiblemente molesto.
Lo
llamé, pero no venía hacia mí, por lo que me dirigí hacia donde se encontraba.
Pude ver, entonces, a una joven con un vestido blanco y algo antiguado. Parecía
tener mi edad, de piel pálida, ojos verdes y cabello castaño recogido en una
cola de caballo, observaba a Roble con un rostro inexpresivo. Portaba una
pequeña canasta de mimbre y parecía andar recolectando bayas en el bosque.
Me
extrañó mucho ver a alguien solo por esa zona, pues tenía entendido que el
lugar se encontraba deshabitado, pero, de todos modos, me disculpé por la
impertinencia de Roble y la saludé.
La
joven esbozó una mueca a modo de sonrisa y con ojos vidriosos me devolvió el
saludo.
-
¿Cómo puedo salir de aquí? – le pregunté, pues
me había percatado de que estaba ahora perdido.
-
La salida del bosque se encuentra no muy lejos
de aquí, pero lleva a un camino abandonado y para llegar al pueblo no lo harás
sino hasta dentro de unas 5 horas.
-
No puede ser –le dije anonadado–, me he
desorientado en el bosque y, sin darme cuenta, pasaron las horas como si fuesen
minutos.
-
¿No tienes a dónde ir? –me preguntó la joven
esta vez.
-
Realmente… No.
-
Pues bien, tú y tu perro pueden pasar la noche
en mi casa, si lo desean.
-
¿Es… ¿Es en serio? –pregunté desconfiado, pues acabábamos de
conocernos hacía escasos minutos y ella ya me estaba ofreciendo alojamiento,
aunque, realmente, tampoco quería pasar la noche en el bosque.
-
Sí… Lo es –respondió ella–, por cierto, mi
nombre es Celeste.
-
Gracias, Celeste. Yo soy Diego –respondí con
una sonrisa.
Celeste
se dio media vuelta y me pidió que la siguiera. Roble se rehusaba a hacerlo,
pero, después de varias caricias y jalarle de la correa, terminó cediendo.
Al
cabo de un rato, llegamos a una pequeña cabaña ubicada en un claro en el
bosque. El lugar se me hacía familiar, pero no entendía el porqué. La
construcción se me antojaba acogedora y, aunque Roble parecía reacio a entrar,
al fin y al cabo lo hizo.
Cuando
entramos al lugar, pude ver algunas velas encendidas en la pequeña sala de
estar. El comedor se encontraba junto a ésta y había dos puertas a un lado que
supuse eran habitaciones. No parecía haber luz eléctrica en el lugar pero no
fue algo que me importara, la verdad. Roble se quedó echado a mi lado mientras
la joven me invitaba a sentarme a la mesa para invitarme a la cena.
Todo
estuvo delicioso y, aunque le ofrecí comida a Roble, éste se negó a probar
bocado alguno. Aunque eso me pareció extraño, no insistí.
Luego
de un rato, Celeste me contó que vivía con sus padres en esa cabaña desde que
era pequeña, pero que su madre había enfermado y su padre había tenido que
llevarla al pueblo en busca de un médico, por lo cual se suponía que ella
pasaría la noche sola en la cabaña y que, por eso, me había invitado a
acompañarle esa noche.
-
Entiendo –le dije cuando había terminado de
contarme su historia–, puedes estar tranquila, no haré nada.
-
Eso lo sé, te lo agradezco –me respondió con su
inexpresivo rostro, luego continuó–: Además, cuando comiencen los lamentos,
será bueno tener compañía.
Cuando
la joven dijo eso, guardé silencio, extrañado y confuso. No sabía que decir.
Estaba por preguntarle a qué se refería cuando ella me pidió que le siguiera
para mostrarme la que sería mi habitación esa noche.
Luego
de un poco más de charla, Celeste se despidió y, una a una, fue apagando las
velas de la casa, dejándome una encendida en mi cuarto. Acordamos que Roble
dormiría en la sala de estar y, aunque no me gustaba la idea de separarme de
él, preferí no discutir con ella, pues no era mi hogar y no estaba en
condiciones de hacerlo.
No
tengo idea de cuánto rato habré pasado mirando el techo de la habitación, pues
no podía conciliar el sueño. Todo en ese día había sido realmente extraño y,
ahora me encontraba en una casa en medio del bosque con una desconocida y mi
perro.
No
sabía qué pensar cuando, luego de un rato, unos arañazos y un lamento de un
perro se escuchaban en la que era la puerta de mi habitación. Era Roble, quien
me pedía que le abriera. Encendí la vela que se encontraba en una mesita al
lado de mi cama y me dirigí a la puerta. Abrí e iba a indicarle a Roble que no
pasaba nada, que descansara tranquilo en la sala cuando éste entró en mi
habitación corriendo, como si algo lo hubiese asustado.
Esto
era algo extraño en él, pues era un perro muy grande y valiente, pero en esta
ocasión parecía estar realmente aterrado. Lo dejé estar y cerré la puerta,
mientras me sentaba en mi cama y lo acariciaba.
Pensaba
en qué excusa le daría a Celeste al amanecer cuando, de repente, Roble comenzó
a ladrar furioso hacia la puerta. Parecía realmente enojado y, en mis vanos
intentos por hacer que se callara, comencé a escuchar unos sollozos desde el
otro lado de ésta.
No
sabía qué hacer, parecía Celeste.
-
Celeste, lo siento mucho –le dije nervioso–, no
quería que te molestaras, pero Roble quería entrar a la habitación.
-
Diego –me decía la voz entre llantos
lastimeros–, ya vienen, ya vienen.
-
¿A qué te refieres? –pregunté ya más nervioso–
Acaso…
No
pude terminar mi oración ya que, de repente y de la nada, Roble, que había
estado ladrando todo este tiempo, guardó silencio. Los llantos de Celeste
seguían escuchándose al otro lado de la puerta, pero cada vez eran más
desgarradores y hasta sepulcrales. Además, de un momento a otro, comencé a
escuchar algo más, algo que terminó por erizarme los pelos del cuerpo. Desde
afuera de la cabaña, comenzaron a escucharse lamentos horribles e incesantes,
provenían del bosque, pero se acercaban cada vez más y más, hasta tal punto que
estaban al otro lado de las paredes de la construcción y comenzaron a
arañarlas. Roble estaba ahora sobre mis pies, llorando y yo, perplejo, no sabía
qué hacer.
Todo
esto estaba comenzando a ser más de lo que podía soportar y creía que me estaba
comenzando a volver loco. Y mientras todo esto pasaba, Celeste ahora había
comenzado a gritar, pero esos gritos, no eran los de un ser humano, sino que
parecían los de una bestia herida que provenía de los más profundos avernos.
Todo
lo que pude hacer fue abrazar a Roble y quedarme quedito en un rincón de la
habitación hasta que, cuando el sueño me venció, me quedé dormido.
A la
mañana siguiente, desperté sobre un pastizal. Era el claro donde la tarde
anterior había estado la cabaña de Celeste y, no solo eso, sino que entonces me
percaté de por qué en un inicio se me había hecho tan familiar. Era el claro
que había cruzado con Roble la mañana anterior, el mismo claro del cual nunca
pasábamos y el cual nunca tuvimos que haber cruzado.
Estaba
sorprendido, todo parecía haber sido un sueño, aunque era consciente de que no
había sido así. Me puse de pie y busqué a Roble, pero no se encontraba. Lo
llamé, pero no asistió a mi llamado.
Con
lágrimas en los ojos lo busqué por un buen rato, pero lo único que tenía de él
era su correa en mi mano. Pasé dos horas llamándolo a gritos hasta que, una
expedición de búsqueda de personas del pueblo encabezada por mi padre, me
encontraron en el claro llamando a Roble entre lágrimas.
Han
pasado diez años de eso y, debo de mencionar, que volví a encontrar a Roble,
pues, desde ese día, todas las noches viene a mi habitación y me visita,
sentado a los pies de mi cama, como una sombra que me observa con ojos rojos
como brasas que me recuerdan aquella fatídica noche.
Diego Alberto Araya Rodríguez.