Es todo lo que hay que hacer, escuchar la vida, sus susurros
en tu oído.
Decime vos… ¿Qué te susurra? ¿Qué te dice?
A mí me habla locuras, me grita sandeces y me infunda estupideces.
A veces me siento feliz, me considero feliz… Entonces llega y ¡zas! ¡Toma cachetada!
“Aquí estoy- habla la vida, con aires enfermizos respirando en mi oreja- y no te dejaré en paz hasta verte ahogado en alcohol, tirado en el piso del baño de tu apartamento”.
Lloro, rio.
Sea lo que sea, a veces me siento el emperador del universo, el superhombre de Nietzsche, el discípulo perfecto de Jesús. Y otras veces me siento como el insecto enfermizo que Kafka creó, una escoria que corre y se arrulla en las esquinas de una ciudad fría, donde aquel que pasa y le ve desvía rápidamente su mirada, evitando llenarse de esa desgracia y desdicha que transpiran sus porosas llagas de leproso melancólico.
Y después aparece ella:
Un día la adoro, la quiero, la amo… Y ella a mí.
Al siguiente, me odia, me detesta, me vomita. Y yo sigo amándola, queriéndola, adorándola; como la diosa que es.
Y mendigando cariño, una frase, un suspiro, en un vano intento desato mi alma, esperando despertar en ella un sentimiento cálido de cariño, pero ella, ¡Fría muñeca de hielo, cual escultura pálida hecha en un ruso invierno!, no me ve, no me oye… Habla su boca, mas su corazón, hace rato está durmiendo.
Y yo la extraño, la extraño a ella, extraño también a mi madre y a mis hermanos… Extraño tiempos pasados y sueño esperanzas futuras, también viejos amores… Pero con extrañar no se hace nada.
Y quisiera seguir escribiendo, desahogando mi alma, exprimiendo mi corazón… Pero el momento ha pasado, y aunque ella no sepa que escribo esto… Lo hago, porque quiero, lo hago, porque sí.
Decime vos… ¿Qué te susurra? ¿Qué te dice?
A mí me habla locuras, me grita sandeces y me infunda estupideces.
A veces me siento feliz, me considero feliz… Entonces llega y ¡zas! ¡Toma cachetada!
“Aquí estoy- habla la vida, con aires enfermizos respirando en mi oreja- y no te dejaré en paz hasta verte ahogado en alcohol, tirado en el piso del baño de tu apartamento”.
Lloro, rio.
Sea lo que sea, a veces me siento el emperador del universo, el superhombre de Nietzsche, el discípulo perfecto de Jesús. Y otras veces me siento como el insecto enfermizo que Kafka creó, una escoria que corre y se arrulla en las esquinas de una ciudad fría, donde aquel que pasa y le ve desvía rápidamente su mirada, evitando llenarse de esa desgracia y desdicha que transpiran sus porosas llagas de leproso melancólico.
Y después aparece ella:
Un día la adoro, la quiero, la amo… Y ella a mí.
Al siguiente, me odia, me detesta, me vomita. Y yo sigo amándola, queriéndola, adorándola; como la diosa que es.
Y mendigando cariño, una frase, un suspiro, en un vano intento desato mi alma, esperando despertar en ella un sentimiento cálido de cariño, pero ella, ¡Fría muñeca de hielo, cual escultura pálida hecha en un ruso invierno!, no me ve, no me oye… Habla su boca, mas su corazón, hace rato está durmiendo.
Y yo la extraño, la extraño a ella, extraño también a mi madre y a mis hermanos… Extraño tiempos pasados y sueño esperanzas futuras, también viejos amores… Pero con extrañar no se hace nada.
Y quisiera seguir escribiendo, desahogando mi alma, exprimiendo mi corazón… Pero el momento ha pasado, y aunque ella no sepa que escribo esto… Lo hago, porque quiero, lo hago, porque sí.
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