jueves, 3 de septiembre de 2020

Roble



Hace unos 10 años, cuando aún era un adolescente, solía ir al bosque a caminar para despejar mi mente.

Siempre llevaba conmigo a mi perro, Roble; el cual tenía este nombre porque era un San Bernardo de gran tamaño y realmente parecía incansable y fuerte.

Roble tenía 5 años. Había sido un regalo de un tío y éramos inseparables. Siempre a donde fuese yo, iba él… Y éramos felices así.

Una vez, entre una de tantas caminatas matutinas por el bosque, Roble y yo decidimos avanzar más allá del lugar al que siempre llegábamos. Se trataba de un claro, donde –decían las leyendas locales–, solían aparecer almas en pena de antiguos pobladores que se habían suicidado en ese lugar.

Debo de admitir que, aunque todo el bosque siempre era un lugar agradable, dicho claro me generaba algo de temor (sin mencionar que cada vez que llegábamos allí Roble se ponía nervioso).

Pues bien, esa mañana, ansioso de aventura, tomé la decisión de cruzar el claro del bosque y continuar con la caminata por el otro tramo de bosque que era desconocido para Roble y para mí.

A Roble no parecía entusiasmarle mucho la idea, pero no se resistió mucho, pues sabía que yo no daría el brazo a torcer.

Cruzamos el claro sin contratiempos. Miré mi reloj y pude ver que eran las 9 de la mañana, el día apenas comenzaba y podríamos caminar bastante más y volver para la hora del almuerzo. Al llegar al otro lado del claro y adentrarnos en esa parte desconocida del bosque, caminamos sorprendidos, observando maravillados todo a nuestro alrededor. El camino se veía muy abandonado, pues parecía que hacía mucho nadie caminaba por esta parte. Roble olfateaba el aire a cada instante y se mostraba algo ansioso, pero yo le tranquilizaba con una caricia en la cabeza y proseguíamos.

Llevábamos un rato caminando y observando el lugar cuando volví a mirar mi reloj e, incrédulo, observé como el reloj marcaba las 4 de la tarde. “Imposible”, pensé. Entonces, pensando que el reloj se había descompuesto saqué mi celular del bolsillo y observé como también marcaba las 4 de la tarde y, lo que era peor, no había señal.

Estaba aún algo sumido en mis pensamientos cuando un sonido me sacó de ellos de golpe. Era Roble, ladrando adelante y visiblemente molesto.

Lo llamé, pero no venía hacia mí, por lo que me dirigí hacia donde se encontraba. Pude ver, entonces, a una joven con un vestido blanco y algo antiguado. Parecía tener mi edad, de piel pálida, ojos verdes y cabello castaño recogido en una cola de caballo, observaba a Roble con un rostro inexpresivo. Portaba una pequeña canasta de mimbre y parecía andar recolectando bayas en el bosque.

Me extrañó mucho ver a alguien solo por esa zona, pues tenía entendido que el lugar se encontraba deshabitado, pero, de todos modos, me disculpé por la impertinencia de Roble y la saludé.

La joven esbozó una mueca a modo de sonrisa y con ojos vidriosos me devolvió el saludo.

-          ¿Cómo puedo salir de aquí? – le pregunté, pues me había percatado de que estaba ahora perdido.

-          La salida del bosque se encuentra no muy lejos de aquí, pero lleva a un camino abandonado y para llegar al pueblo no lo harás sino hasta dentro de unas 5 horas.

-          No puede ser –le dije anonadado–, me he desorientado en el bosque y, sin darme cuenta, pasaron las horas como si fuesen minutos.

-          ¿No tienes a dónde ir? –me preguntó la joven esta vez.

-          Realmente… No.

-          Pues bien, tú y tu perro pueden pasar la noche en mi casa, si lo desean.

-          ¿Es… ¿Es en serio?  –pregunté desconfiado, pues acabábamos de conocernos hacía escasos minutos y ella ya me estaba ofreciendo alojamiento, aunque, realmente, tampoco quería pasar la noche en el bosque.

-          Sí… Lo es –respondió ella–, por cierto, mi nombre es Celeste.

-          Gracias, Celeste. Yo soy Diego –respondí con una sonrisa.

Celeste se dio media vuelta y me pidió que la siguiera. Roble se rehusaba a hacerlo, pero, después de varias caricias y jalarle de la correa, terminó cediendo.

Al cabo de un rato, llegamos a una pequeña cabaña ubicada en un claro en el bosque. El lugar se me hacía familiar, pero no entendía el porqué. La construcción se me antojaba acogedora y, aunque Roble parecía reacio a entrar, al fin y al cabo lo hizo. 

Cuando entramos al lugar, pude ver algunas velas encendidas en la pequeña sala de estar. El comedor se encontraba junto a ésta y había dos puertas a un lado que supuse eran habitaciones. No parecía haber luz eléctrica en el lugar pero no fue algo que me importara, la verdad. Roble se quedó echado a mi lado mientras la joven me invitaba a sentarme a la mesa para invitarme a la cena.

Todo estuvo delicioso y, aunque le ofrecí comida a Roble, éste se negó a probar bocado alguno. Aunque eso me pareció extraño, no insistí.

Luego de un rato, Celeste me contó que vivía con sus padres en esa cabaña desde que era pequeña, pero que su madre había enfermado y su padre había tenido que llevarla al pueblo en busca de un médico, por lo cual se suponía que ella pasaría la noche sola en la cabaña y que, por eso, me había invitado a acompañarle esa noche.

-          Entiendo –le dije cuando había terminado de contarme su historia–, puedes estar tranquila, no haré nada.

-          Eso lo sé, te lo agradezco –me respondió con su inexpresivo rostro, luego continuó–: Además, cuando comiencen los lamentos, será bueno tener compañía.

Cuando la joven dijo eso, guardé silencio, extrañado y confuso. No sabía que decir. Estaba por preguntarle a qué se refería cuando ella me pidió que le siguiera para mostrarme la que sería mi habitación esa noche.

Luego de un poco más de charla, Celeste se despidió y, una a una, fue apagando las velas de la casa, dejándome una encendida en mi cuarto. Acordamos que Roble dormiría en la sala de estar y, aunque no me gustaba la idea de separarme de él, preferí no discutir con ella, pues no era mi hogar y no estaba en condiciones de hacerlo.

No tengo idea de cuánto rato habré pasado mirando el techo de la habitación, pues no podía conciliar el sueño. Todo en ese día había sido realmente extraño y, ahora me encontraba en una casa en medio del bosque con una desconocida y mi perro.

No sabía qué pensar cuando, luego de un rato, unos arañazos y un lamento de un perro se escuchaban en la que era la puerta de mi habitación. Era Roble, quien me pedía que le abriera. Encendí la vela que se encontraba en una mesita al lado de mi cama y me dirigí a la puerta. Abrí e iba a indicarle a Roble que no pasaba nada, que descansara tranquilo en la sala cuando éste entró en mi habitación corriendo, como si algo lo hubiese asustado.

Esto era algo extraño en él, pues era un perro muy grande y valiente, pero en esta ocasión parecía estar realmente aterrado. Lo dejé estar y cerré la puerta, mientras me sentaba en mi cama y lo acariciaba.

Pensaba en qué excusa le daría a Celeste al amanecer cuando, de repente, Roble comenzó a ladrar furioso hacia la puerta. Parecía realmente enojado y, en mis vanos intentos por hacer que se callara, comencé a escuchar unos sollozos desde el otro lado de ésta.

No sabía qué hacer, parecía Celeste.

-          Celeste, lo siento mucho –le dije nervioso–, no quería que te molestaras, pero Roble quería entrar a la habitación.

-          Diego –me decía la voz entre llantos lastimeros–, ya vienen, ya vienen.

-          ¿A qué te refieres? –pregunté ya más nervioso– Acaso…

No pude terminar mi oración ya que, de repente y de la nada, Roble, que había estado ladrando todo este tiempo, guardó silencio. Los llantos de Celeste seguían escuchándose al otro lado de la puerta, pero cada vez eran más desgarradores y hasta sepulcrales. Además, de un momento a otro, comencé a escuchar algo más, algo que terminó por erizarme los pelos del cuerpo. Desde afuera de la cabaña, comenzaron a escucharse lamentos horribles e incesantes, provenían del bosque, pero se acercaban cada vez más y más, hasta tal punto que estaban al otro lado de las paredes de la construcción y comenzaron a arañarlas. Roble estaba ahora sobre mis pies, llorando y yo, perplejo, no sabía qué hacer.

Todo esto estaba comenzando a ser más de lo que podía soportar y creía que me estaba comenzando a volver loco. Y mientras todo esto pasaba, Celeste ahora había comenzado a gritar, pero esos gritos, no eran los de un ser humano, sino que parecían los de una bestia herida que provenía de los más profundos avernos.

Todo lo que pude hacer fue abrazar a Roble y quedarme quedito en un rincón de la habitación hasta que, cuando el sueño me venció, me quedé dormido.

A la mañana siguiente, desperté sobre un pastizal. Era el claro donde la tarde anterior había estado la cabaña de Celeste y, no solo eso, sino que entonces me percaté de por qué en un inicio se me había hecho tan familiar. Era el claro que había cruzado con Roble la mañana anterior, el mismo claro del cual nunca pasábamos y el cual nunca tuvimos que haber cruzado.

Estaba sorprendido, todo parecía haber sido un sueño, aunque era consciente de que no había sido así. Me puse de pie y busqué a Roble, pero no se encontraba. Lo llamé, pero no asistió a mi llamado.

Con lágrimas en los ojos lo busqué por un buen rato, pero lo único que tenía de él era su correa en mi mano. Pasé dos horas llamándolo a gritos hasta que, una expedición de búsqueda de personas del pueblo encabezada por mi padre, me encontraron en el claro llamando a Roble entre lágrimas.

Han pasado diez años de eso y, debo de mencionar, que volví a encontrar a Roble, pues, desde ese día, todas las noches viene a mi habitación y me visita, sentado a los pies de mi cama, como una sombra que me observa con ojos rojos como brasas que me recuerdan aquella fatídica noche.    


Diego Alberto Araya Rodríguez.